lunes, 14 de julio de 2008

¿Qué interesas?

La verdad, la verdad, no consigo hacerme de unos buenos calcetines. Los he tenido de todas las clases, formas y tamaños imaginables; de diseños fantásticos con colores encendidos; pero ninguno ha resultado decente. Como Dumbledore, yo también opino que son un magnífico regalo para toda ocasión. Y es que nunca son suficientes. Aún cuando uno dedica horas enteras a disponerlos por pares dentro de cajones hechos a medida, los accidentes están a la orden del día. Es común que sufran deformaciones cuando nadan en el interior de las máquinas lavadoras; los hay que nunca llegan a esos lugares: suelen perderse irremediablemente en el ir y venir de los pasos; algunos más se rompen o se rasgan vistiendo nuestros pies. Además están las mamás y sus románticos mandamientos: cambiarás tus calcetines al menos una vez al día, no adorarás prendas inservibles. Recuerdo con nostalgia un par de calcetas azules de lana que terminaron como vestuario en una obra de teatro guiñol. Esa idea desquiciada, que en la práctica significa millones de pesos ahorrados al año por las compañías de teatro, fue sugerida por el uso que les damos cuando niños: nada más natural que vestir por igual las manos y los pies.

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