viernes, 29 de febrero de 2008

De por qué no voy a las fiestas

Una voz que viajaba a caballo me trajo noticias del imperio. Hoy por la noche se reunirán los fantasmas en la hacienda. Darán una fiesta.

He visto, sé.

Los invitados llevan días preparando los pasos y los temas que juntos han de llenar sus silencios con colores. Tú no. Tú esperas. Sentado en la cama con el gato recostado entre las piernas, llenando de silencio los colores que se alargan como sombras, tú esperas a que aparezca en la vereda con el libro bajo el brazo.

Las flores, cortadas por ti mismo, se oscurecen en el medio de la pieza sin hacer. Las horas declinan y seguirán su carrera.

Él no vendrá.
Apaga la luz y cierra la casa.
Abrígate que no vendrá,
y yo tampoco.

domingo, 24 de febrero de 2008

fin d'ete

Frase laberinto

Escribo una frase. Me contiene y me repele al mismo tiempo. Los tiempos son lugares: los pasados son jardines, los futuros, espacios cerrados. Escribo una línea y es encerrarme entre la mayúscula y el punto. Golpeo y escucho, el interior de mis muros. Escribo una frase para mis otros. Nos buscamos, todos, entre los muros. Afirmo negando, rompo, desato. Escribo una frase que habitar. Escribo y, por un momento, es como si me leyera.

viernes, 22 de febrero de 2008

Cuestionario adjunto al texto anterior

Favor de responder o contestar, según se vea, las siguientes preguntas sobre el texto anterior:

1.- ¿Por qué ha cambiado la voz del teléfono?
2.- ¿Por qué algunas cosas se han secado para bien? ¿Cuáles cosas?
3.- ¿Qué es lo que no se puede hacer porque es muy tarde y quién no puede hacerlo?
4.- Así no era, pero ¿si así fuera?
5.- ¿Por qué nadie contesta el teléfono?

jueves, 21 de febrero de 2008

Si una tarde cualquiera un teléfono

Suena el teléfono con voz distinta, la de las puertas al ser tocadas por puños desconocidos.

El rector, o quizá, el interventor, no podía ser de otra forma, después de todo los documentos estaban completos, cuidadosamente ordenados, intachables, la falta de experiencia, cuando se tiene, se remplaza fácil, secretamente, con la pericia en el trato, la fuerza en la mirada (asesina de paisajes mudos y coloridos) y la sonrisa siempre al hilo, la vida o el boleto, el rector o el interventor, no sé cuál, no se con quién

Suena el timbre del teléfono, aquí o allá o en otra parte.

,ya no me acuerdo de nada, todo este tiempo es como una larga mañana que se pasa en cama, durmiendo, la mano entumecida por la posición de siglos tiembla o se tambalea, la punta del pincel está como congelada, azul, inservible, es una lástima, tenía un pelo tan bonito esta mañana, es una lástima, todo se ha secado, algunas cosas incluso para bien

Suena el teléfono o la puerta, las voces se confunden.

,te digo que no puedo, que mañana debo levantarme temprano, ir hasta la torre toma tiempo, y la clase, y después el camino de regreso, te digo que no, que es muy tarde y debo dormir, que se diviertan, lleven algo, que hará frío, saludos, sí, saludos

Suenan el teléfono, la puerta y el otro teléfono, cada quién llamando, cada quién…

,no, así no era, una verdad, una mentira, el mismo aspecto, la soledad, la tristeza, pero ella ya estaba triste antes del misterio y su revelación, creo que es como en Shakespeare, una soledad propia

Suena el teléfono.
,alguien que conteste, estoy...

martes, 19 de febrero de 2008

El sentido de la vida

Castillo laberinto

El sol atardece en el corazón de una aldea italiana. El perfume del trigo gotea de las oscuras nubes. En los balcones de piedra, sobre tejas raídas, sobre techos de paja, la historia se insinúa.
Carruajes pasan veloces sobre pedrusco tallado por los años. Niños levantan maderos puntiagudos que hienden el cielo. Las mujeres toman antorchas que oscurecen sus pupilas. El patíbulo tiene compañía.
Se ve cansado. Negrecidas costras cubren sus heridas que rozan el suelo. Las muñecas desechas tiñen las sogas. Todo él derramado.
“Es la hora”, anuncia la campana de la garita.
“…fiat voluntas tua…”, se escucha murmurar en la abadía.
La muerte llegó en silencio. Sólo el cadalso se estremeció levemente.
Carruajes pasan lentos sobre pedrusco tallado por los años. Madres con hijos en brazos apisonan la paja sobre el suelo. La historia se retira a la torre más alta, donde una joven se lleva las manos al vientre.

Un recuerdo del porvenir




El faro se siente solo.
Ella se ha ido. Fue tras sus pasos. Alguna historia debió olvidar para partir tan pronto, y tan deprisa. Pero ella lo sabe: los murmullos de una ciudad la acompañan en su viaje.
Un ave recorre las habitaciones vacías. La cortina lila se estremece débilmente (escuchar). El abanico se abre. Las gotas abrazadas. Ella no está para verlo.
La ciudad se sumerge en la penumbra en silencio: ella se ha llevado el murmurar de los caminos.
Tal vez sea el silencio o la inmovilidad de la noche, pero él lo supo al llegar: la ciudad no es la misma. Tres ya son dos. Y dos son cada vez más uno.
Pero el reloj sigue ahí.
Tal vez sea un abrazo lo que él necesite para dejarla ir.

lunes, 18 de febrero de 2008

3 años, 1 minuto

jueves, 14 de febrero de 2008

Cachetes yucatecos

Se supone que iría a cenar con ella y sus primas, pero como no hay llamadas, ni siquiera un triste mensaje, me salí a comprar empanadas en la esquina. Por la tarde, con y sin motivo, te llamé por teléfono. Nos hablamos. Colgué y recordé que me pediste te escribiera algo bonito. No puedo. Escribir de ti, sí; bonito no; bonito de ti... no lo sé. Lo intento, eso hago, lo estoy haciendo mientras me termino mi empanada de queso. Nada de lo que escriba puede superar lo que dijiste, una vez, como de paso. Me preguntaste si quería que me mandaras algo especial para que cuando ella regresara me lo trajera consigo. Te dije que sí, que a ti, que tú vinieras. Y me dijiste: "algo que no tengas", y rompiste de lleno mis palabras. Pienso en escribir pero sólo recuerdo lugares, nombres o personas, tu cara, alguna palabra, una habitación, nosotros, las cortinas, tu hermana, el pato para la cena, la mermelada, el chocolate y el pastel que odiaba al mundo y que comimos. Nada puede más que el pasado, un mes es la vida. La mejor película la vi contigo, tu perro roncaba bajo la mesa de centro. Caminamos, te llevé en hombros, me escapé un par de veces, iba y venía, siempre pensanddo en el final que escribiste, en la hora, las 7:45, tus amigos, mis amigos, las personas. Se supone que iría a cenar con ella y sus primas, pero como no hay llamadas, ni siquiera un triste mensaje, me salí a comprar empanadas en la esquina. Por la tarde, con y sin motivo, te llamé por teléfono. Nos hablamos. Colgué y recordé que me pediste te escribiera algo bonito. No puedo. Cachetes yucatecos, sin ánimos de ofender, podría ser...

Los dos mares

Leyendo Son Vacas, somos puercos recordé que hace tiempo me había interesado escribir un texto, cuento o algo parecido, retomando las imágenes de mar y piratas. Jamás pasé de las primeras líneas y el interés se perdió en algún lugar de los dos mares. De Los dos mares, el único fragmento que se me quedó grabado en la arena:

Atribuir la impresión que me envolvía, tan imprevista como un rayo de sol que viajando encuentra un pedazo de cristal en quien volcar su fuerza, al sonido de la música, que provocaba en mí el efecto del cristal al recibir la luz, o al susurro del agua que corría sobre los guijarros del suelo alisando sus cuerpos con la delicadeza y perfección del escultor de Caprese, sea por ignorancia u obcecación, me fue imposible. Lo cierto es que ahí estaba, desenfadada y libre, la sensación que acompaña las almas que parten, adentrándose en las azulidades de la mente, en busca de los ensueños que nunca abandonan del todo la mal llamada realidad.
El sobresalto que se produce inmediatamente después de una sensación de ausencia involuntaria fijó, primero mi mirada y después mi pensamiento, en el cielo hendido de nubes perladas. Y como si aquella imagen poseyera el poder de revelar los secretos de la mente humana, destacando al instante la respuesta de entre todas las opciones, me reveló la verdad. Había sido el instante mismo: el murmullo del agua que corría sobre el camino; la naturaleza azulina del mar que avanzaba sobre la arena; el frufrú de las velas en las astas; el suave golpeteo de la veleta en el tejado; las nubes atrapadas bajo el agua; el cielo nadando al horizonte...
Súbitamente me invadió la sensación que se produce en quien pisa tierra firme después de andar varios años sin rumbo ni destino por el mar. Suerte que el viaje en esta dimensión sea tan distinto que uno puede volver completamente seco de él.

Pasé la noche en una taberna del muelle. Un lugar frecuentado por balleneros y piratas, y las historias más fascinantes que uno puede escuchar en tierra firme. Mi primera impresión coincidió con lo imaginado: un lugar abrumadoramente sucio, de mala muerte. El olor a pescado lo golpeaba a uno en pleno rostro semejante al manotazo que suele dar un marinero cuando se insulta a su capitán, pues su madre, en caso de conocerla, les importa menos que el aseo personal. La duela, si es que aún quedaba algo de ella, estaba cubierta de una gruesa capa de grasa, sal, arena, y Dios sabe que más, y despedía un olor similar al del marinero más aseado en toda la dársena. Las mesas perecían estar hechas de la madera que el mar arroja a la playa en las tempestades, como si el vaivén mismo las hubiese formado y arrojado completamente terminadas a la orilla. El techo era de palma tan vieja como el mar. Las sillas: troncos trozados (pues “cortados” supone un procedimiento más minucioso).
Me acomodé en una mesa hecha con los restos de una embarcación llamada “La buena suerte” (en una esquina podía leerse dicho nombre, lo que confirmó, en parte, mi sospecha acerca de la procedencia de la madera), cerca de un brecha en la pared, alejado de esos extraños seres que profesaban un ferviente gusto por los tatuajes toscos y mal hechos. Nada tenía yo similar a esos torpes marineros, y parecían notarlo también, pues dirigían al rincón en donde me encontraba miradas llenas de un sentimiento que sólo ellos conocían.
Llamó mi atención un viejo que fumaba en una mesa retirada. Cubría su cabeza un sombrero de palma que parecía “un techo de taberna de mala muerte” en miniatura. Era imposible ver con detalle a través de la media luz de las velas, del olor que se hacía visible en la forma de un vapor verdusco y se elevaba casi un metro sobre el suelo. Seguramente cicatrices, como las líneas negras de un mapa que resguarda la ruta a alguna isla llena de tesoros, surcaban la piel de su rostro. Su aspecto no era el más llamativo ni el menor, pero había algo diferente en ese viejo que fumaba sin parar, como una concha demasiado brillante centellando bajo el agua.
La puerta se abrió con estrépito dejando pasar a un muchacho que fue recibido con insultos y resoplidos por parte de todos los presentes con excepción de mí, el viejo y un par de marinos que yacían inconscientes sobre la supuesta duela. Llevaba asido a la cintura un sombrero idéntico al del viejo. Escrutó en la penumbra como quien busca desde el mar la tierra en el horizonte. El viejo se levantó. Tocó su cabeza cubierta. Se dirigió a una mesa más apartada. El joven lo siguió.
Uno a uno fueron desplomándose, sobre el suelo, las mesas, la barra, uno sobre otro, los marinos víctimas del alcohol. El lugar adoptó, rápidamente, el aspecto de un cementerio. Una ráfaga de viento hizo oscilar las llamas que chispeaban sobre las mesas, algunas se extinguieron en breves exhalaciones de bruma que se propagaron arremolinándose. Apoyé los codos, la cabeza entre ellos, sobre la mesa, dispuesto a dormir.
Me encontraba aún debatiendo entre la vigilia y el sueño cuando un murmullo de voces exigió mi atención. Me incorporé levemente, todavía sentado a la mesa, para escuchar en posición más favorable. Las voces venían de un rincón sumido en la penumbra. Una voz ceceante decía: “es absurdo”, "tan pronto”. Una segunda voz dijo: “oro”. No podía escuchar con claridad la conversación, escasamente alguna palabra. “Oro”, repitió la segunda voz.

Femenino singular

Biela sentada frente a la ventana observando la enredadera que cubre el muro. Todo pintado de pálida luz
Ahora que está sola debería huir, pero no lo hace. Mira absorta, confusa tal vez, la enredadera sobre el muro. Se lleva las manos al rostro, ocultándolo. Una sensación en la nuca.
En su mente, que es como un libro, relee las notas escritas junto al texto en su primera lectura. Le parece absurdo haber colocado tantas y que ahora, algunos años después, carezcan de significado. Es una lástima, ¡si tan sólo recordara el porqué de aquella que yace justo al final… su nombre!
Alguna vez, quizá, fue joven. Ninguna nota en su libro lo confirma. El rostro, ligeramente marchito bajo los ojos, no dice nada.
Se pone en pie con violencia y se lleva una mano al cuello. La silla cae, se destruye, se desmorona sobre el piso de baldosas. El viento le trae el recuerdo de un hombre en la forma de una caricia helada que le sube por las piernas. Se estremece como cada noche, cuando él viene y se posa a su lado.
El reloj anuncia la media noche.
Algo se enciende en su interior y consume las páginas del libro; un fuego que no emite luz ni calor.
Toma la silla del suelo y la coloca en su lugar. Se vuelve un momento hacia la ventana, luego se va.
La enredadera cubre el último centímetro libre del muro.
Sube por la espiral de la escalera. Se mira al pasar frente al espejo: veintitrés años.
Esta noche, su mirada es verde y sus brazos son pequeñas ramas extendidas. Retoca el carmín de los labios, el rubor de las mejillas -los encajes de su falda le dan un aire vegetal. Escucha pasos que se acercan. Sus labios se despliegan en una sonrisa maliciosa.

Sophia B. Coppola

Transcribo en este lugar (instante de un momento) un fragmento de Solos en el umbral, texto inédito de Sophia B. Coppola, escritora cordobesa muy cercana a las Mujeres solas y a los místicos cristianos. Las líneas que retomo son una parte muy pequeña de un texto mayor. Lo que me parece más significativo en él, no tiene que ver con la historia toda (que por otra parte está muy bien), sino con un uso específico del lenguaje, con la anticipación de la palabra final en algunas frases y con un ir y venir del sentido. Hice un par de ajustes, casi nada. Espero que ella vuelva sobre el texto y, de creerlo necesario, modifique algunos elementos de la redacción y nos haga llegar, en el menor tiempo posible, el texto definitivo... y gratis.



Y así, yo me detengo justamente en otra especie de umbral (sin sabor, sin aroma ni luz), doy la espalda cuando ese par pasa por mi lado y entonces atravieso mi umbral.
Unos cuantos pasos y ya estoy en una biblioteca de aromas indescriptibles. Yo, como autómata, sin nombrar ni tocar nada de mi realidad (únicamente mis pasos tocan tierra), recorro los estantes…
Escucho las palabras dormidas, los pensamientos delimitados de los jóvenes estudiantes que nunca han sentido la dificultad de pasar la hoja, de finalizar un capítulo, de leer la palabra fin… sintiéndola.
Subo unas escaleras estrechas de caracol, la madera cruje y resuenan mis pasos (nada más ellos, yo, como sombra). Recorro los estantes, bajo la cabeza, me doblo al cruzar las zonas bajas por la estructura de los arcos, continúo revisando títulos y escuchando el murmullo de las letras… deshilvanadas.
Solamente yo, eligiendo uno entre cinco mil, podría hilvanar una historia al momento de acariciar su cuerpo… su frágil cuerpo.
Continúo…
Camino lenta, muy lentamente, buscando un nombre conocido… No pienso en la historia del Libro, ni en la historia de las Ideas o en la constante y solitaria labor de un escritor… Es que no pienso.

Soko

lunes, 11 de febrero de 2008

Aquí, ahora, este momento.

Estaba en mi habitación viendo una película de verdad y de repente sentí que te quería demasiado. Sólo vine a decírtelo.

martes, 5 de febrero de 2008

Pues sí, te decía...

lunes, 4 de febrero de 2008

Nota al pie

Hay una distancia que nos separa de los libros. El espacio entre nosostros y los libros está lleno de objetos brillantes, producidos y en general electrónicos. No se trata desde luego de un espacio plano o definitivo; está compuesto por varias capas, estratos, instancias que conforman una compleja geografía. Pero la distancia entre nosotros y los libros es fácilmente franqueable: se trata tan sólo de un espacio. Sin embargo, cuando decidimios dar el primer paso ya nos acompaña la duda, y al segundo paso hemos descubierto ya una segunda distancia. En el espacio que nos separa de los libros se abre una segunda distancia que es la que nos separa de la lectura. Todo ocurre en el mismo espacio. Visto desde afuera, por cualquier persona, es un espacio repleto que nos separa de los libros; pero visto desde el lugar del lector la distancia se altera, se duplica, se abre. Una es la distancia que nos separa de los libros, otra, la definitiva, la que nos separa de la lectura.