domingo, 29 de junio de 2008

Final de la película

Sólo sé dos cosas. Tengo algo que hacer y tengo una necesidad de compartirlo. No soy causa eficiente de mis acciones afortunadas o desafortunadas. Como Aristóteles, propongo la existencia de una causa, causa de todas las causas. Es una causa sin adjetivos y que se escribe con minúscula. No es algo que mueva por impulso o contacto; es algo que llama y atrae. Como la manzana, sigo mi camino. Tengo ojos para ver por dónde voy. Tengo brazos, sueños y pesares para continuar o detenerme. Y es por eso que a veces pierdo mi camino. Al afirmar mi libertad freno mi proceso. Concebir la libertad como una serie de elecciones o una serie de lámparas encendidas es un error. La verdadera libertad está en decidir, voluntariamente, no ejercerla. Yo puedo optar por lo inmediato y sus recompensas. Puedo quedarme en el primer jardín por el que pase. Puedo pero no. Una vez que has visto difícilmente te conformas con menos. No es algo que entienda o discuta. Eso y yo nos hemos visto. No tiene que ver con facultades, sentidos o falsos optimismos. Hay algo que no puede ser negado, que está en el pensamiento y no es idea, que está en el mundo y no es cuerpo o fuerza. No es dios ni hombre ni cosa. No es nada conocido pero es.

martes, 17 de junio de 2008

Soñé que soñando entre sueños soñaba

Soñé que mi abuelo (que extrañamente se parecía mucho a Giovanni) era el Papa (pero vestía de negro como el emperador de La guerra de las galaxias) y nos perseguía por la ciudad montado en un aparato como los que usan los policías en Plaza Américas. Tú eras rey de Francia y nos encontrábamos en una ciudad que era sólo túneles y parques. Entrábamos en un túnel pequeño que terminaba en un parque que terminaba en la entrada de un túnel que terminaba en un parque. Caminábamos rápido porque el papa (que era mi abuelo) nos perseguía. Durante la persecución, yo te contaba de la mejor comida de mi vida, una vez que comí pastel de chocolate con el padre Zilli.

Me desperté entre carcajadas. Todos me miraron y me preguntaron qué me pasaba. Yo les dije, entre risas, que había tenido el sueño más extraño de Hispanoamérica. El efecto me duró como tres horas. Todo lo veía como entre sueños. Tuve que hacer una entrevista en la regiduría de educación y fue muy divertida.

lunes, 16 de junio de 2008

Lectura peripatética

No puedo leer, ni siquiera mientras camino, los mosquitos me persiguen. No es ningún delirio; me esperan en las esquina, me abordan y me siguen. Hay una habitación con ventilador de techo pero es una catacumba. No puedo leer. Me desespera. Y el calor es tán fuerte que sería una herejía que la ropa no se secara en minutos. Ni el río me relaja. La playa está muy lejos.

viernes, 13 de junio de 2008

Camiseta de Leonardo

Llegamos tarde. El viaje fue demasiado largo. Las carreteras del estado son las peores del mundo. En algunos tramos el camino se divide en vados. Tuvimos que bajar del camión para que pudiera pasar. Sudando esperamos el final de la maniobra. Volvimos a subir al autobús y nos tendimos sobre los asientos húmedos. Otra vez el camino y su viento encendido.
Llegamos tarde. Todos en el pueblo descansan en el interior de sus casas. Solo se escucha el zumbar de los ventiladores. La respiración sofocada del pueblo nos envuelve y nos dejamos llevar. Pasamos de largo frente a los hoteles. De sobra sabemos que el lugar es caro y venimos preparados. Buscamos cuatro paredes y un baño, cargamos con lo demás.
Nos detenemos en la entrada de un hostal y dejamos en el suelo el equipaje. Entramos. El interior es amplio, de techo alto y piso de baldosas. Las paredes están encaladas, sin adornos. En una esquina hay algunas jaranas colgadas con cintas de gamuza y cordel. Al fondo de la estancia, sobre el suelo, hay unas tinajas enormes. Recorremos el espacio con la vista. Nos sentamos en una mesa a esperar.
Se escuchan pasos en el jardín. Una muchacha entra por el ventanal cargando una cazuela que coloca en el mostrador. Se da la vuelta, nos mira un momento, saca una libreta de su bolsillo y se pone a escribir.
-En un momento vendrá el encargado, está revisando el horno.
Habla y escribe al mismo tiempo. Termina su registro, se vuelve a meter la libreta en el bolsillo y sale por el ventanal.
Buscando el baño doy con las habitaciones. Todas las puertas están cerradas con llave. Tienen un letrerito con el nombre de algún escritor. Sigo por un corredor que me lleva hasta el jardín. En el centro hay una fuente con plantas, a la derecha un pozo con agua. Atravieso por el pasto hasta la caseta del fondo. No es un baño. Hay vasijas en repisas, un librero con herramientas, dos mesas y una alfombra manchada sobre el suelo. Alguien duerme en la hamaca. Suda. Abro la ventana para que entren el viento y la luz. Enciendo el ventilador que tarda un momento en echarse a andar. El cuerpo se mueve dentro de la red. Cierro la puerta.

Estamos instalados en una habitación sencilla. La cama es cómoda. Hay una mesa con cajoncitos pegada a la ventana. Junto a la puerta han colocado una tinaja con agua. El baño está en el exterior, cruzando el patio, a un lado del taller. Somos los únicos inquilinos en la casa además de los dueños.
Salgo de la habitación y camino por el pasillo hacia la estancia. Mario está echado en la tumbona leyendo su novela. Trae puesta una camiseta de Leonardo. Sigo derecho sin hablarle. Atravieso la puerta que da al jardín. Camino lentamente sin volver la vista atrás y entro por la puerta abierta de la caseta.

Casi no salimos de la habitación. Susana va dos o tres veces al baño, yo dos o tres veces al jardín. Pasamos los días jugando entre hilos.

Susana ha ordenado la cena para las ocho. Me ha pedido que hoy me quede con ella en la habitación.

Son las dos de la mañana. Dejo la caseta y me pongo en marcha. Alguien ha cerrado las puertas y el ventanal. Es extraño. Todos duermen o se hacen los dormidos. Escucho una voz en el jardín o más allá.

jueves, 12 de junio de 2008

"Wishper"

La noche tiene su otoño. Voy a bajar hasta el café, me sentaré en una mesa mientras Leonardo quema sus piezas. Lo esperaré. Platicaré. Moveré las manos mientras lo hago. Voy a hablar fuerte y claro sobre lo que pienso. No importa que esté solo en un lugar vacío. Voy a decir. Cuando él regrese, miraré. Buscaré ojos en los ojos. Hay tiempo. La vida es más amplia que la vida de uno. Espero enc...

miércoles, 11 de junio de 2008

Nuevo Ixcatlán o el planteamiento del problema

El primer grupo se atendió por las mañanas. Las sesiones en el interior del vehículo fueron de cuatro horas. Una hora antes y una hora después de que los participantes abordaran al autobús eran los tiempos programados para realizar las actividades de lengua en el exterior de la unidad. Inmediatamente sugerí utilizar el acervo. Nada maravilloso en su selección, pero algo podía hacerse. El primer día propuse realizar una actividad de integración (sí, claro…) alegando que se trataba de un grupo muy disperso, donde nadie se conocía, y que eso impediría el buen desarrollo de las sesiones durante el curso. Se los seguí diciendo y al final accedieron. Desde luego se integraron, pero no fue para eso quería aplicar la actividad (para integrar no hay nada mejor que un desayuno), me interesaba sobre todo ver la capacidad de los participantes para abrirse al otro a través de los libros, me explicaré.
La actividad consistió en mostrar a los participantes una cantidad importante de libros para que eligieran uno y con él se presentaran a los demás. Me hubiera gustado poner los libros en el suelo. El efecto que ese solo hecho hubiera producido, habría sido más significativo que los ocasionados por una larga charla sobre la necesidad de sacar del rincón los Libros de rincón… Pero no fue así. No me lo permitieron. Hice una selección que acomodé sobre una mesa de manera que todos las portadas fueran visibles. Poco a poco los participantes rodearon la mesa y fueron eligiendo su libro, algunos sin darle mucha importancia a su elección (esta acción, para la que debería haber una sola palabra, es sintomática, y no sólo de la actividad, sino de la vida cotidiana de algunas personas). Muchos de ellos los hojearon, algunos más revisaron los datos de la edición y otros simplemente los colocaron sobre sus piernas y se cruzaron de brazos. Supuse que estaban listos y lancé la invitación para que alguno comenzara. Hubo un minuto o dos de silencio. Se veían los unos a los otros, como retándose. Una maestra pequeña y menuda, de manos grandes, se levantó y comenzó algo así como uno de esos discursos que dan los padres en los quince años de sus hijas. No se sabía bien qué era eso que la mujer decía. Mezclaba frases y temas como si de arroz con leche se tratara. Dejó de hablar, todos en silencio, sin verla, ni ella misma se prestaba atención, arrojó el libro sobre la mesa y se sentó. Un señor robusto y tosco se puso de pie, mostró su libro a los demás, Los mares del sur, y comenzó su clase sobre la importancia de cuidar el agua. Una sarta de verdades de Perogrullo aderezada con frases solemnes y una que otra picardía. No pude soportarlo y lo interrumpí (todos parecieron agradecérmelo). Sin darles siquiera tiempo de cambiar de postura, les dije, claramente y sin rodeos, que en ningún momento se les había pedido dar una clase sobre ningún tema, que no estábamos en un salón sino en la vía pública y que la instrucción había sido muy sencilla: “tome un libro y preséntese con él”. Les pedí que, si alguno no había entendido o tenía alguna duda, preguntaran. Nadie decía nada. Un muchacho, el más joven del grupo, se levantó y comenzó su participación. Había elegido un libro infantil que tenía unas gallinas en la portada. Dijo que lo había tomado porque le gustaba mucho el caldo de gallina. Todos se rieron. Al fin alguien había entendido. Le pregunté cómo le gustaba el caldo de gallina y nos hizo una descripción detallada de los ingredientes y el procedimiento para prepararlo. Creo que a todos, en ese momento, nos dio hambre. Lo invité a sentarse (había continuado de pie durante las risas y la explicación) y le agradecí sus palabras. El resto fue muy similar. Algunos continuaron dando clases, otros hablaron de su comunidad (un rasgo característico, el ser comunitario de los indígenas, en donde la comunidad es lo más importante) y unos cuantos más, los menos, hablaban de sí mismos ayudados por preguntas que yo les hacía. Cuando ya todos habían participado, tomé un libro y me presenté. Elegí El barón rampante de Italo Calvino. Les dije que yo era como un barón rampante que gustaba de andar de lugar en lugar como si de árboles se tratara, que mi vida era el resultado de ejercer y ejercitar la voluntad, con libertad, y que esa era la razón de que estuviera ahí con ellos… y que sí, por supuesto, el color de la portada me gustaba mucho.
Para finalizar les pregunté qué les había parecido la actividad. Al principio nadie quería hablar y el que lo hacía era para dar una clase sobre la importancia de acercar a los niños a la lectura. Volví a interrumpirlos. Aquí no se ha hablado de niños y lectura, les dije, quiero que me digan, ustedes, qué pasó aquí. Silencio. La maestra pequeña se levantó y empezó un segundo discurso de quince años, esta vez casi en voz baja, que cerró diciendo, con más volumen en su voz (sólo le faltaba la copa en la mano), que los libros no eran para eso, que eran para leerse. Hubo más comentarios, ninguno más valioso, pero aquí me detengo.

martes, 10 de junio de 2008

Tlacotalpan



Traje mis sentidos; me visto con ellos y salgo. Ando una calle de casas alineadas. Las fachadas, todas, me recuerdan bordados coloridos. Todo es silencioso, incluso las ventanas. Hay luz no contenida en los derrames. Hay arcos prolongados, pronunciados a veces; se tienden y repiten infinitamente. Hay lugares, claros en la isla, parques que se abren al paseante. Techos de teja húmeda. Iglesias, locales, iglesias. Hay un borde de río por donde van los lancheros y uno puede pasear o morir a gusto. En una esquina del centro vive un pintor. Me asomé al interior de las habitaciones, muy amplias; en la sala, había un libro de Rimbaud sobre un ejemplar del Quijote. Cuadros en las paredes. Mecedoras en lugar de sillas rodena la mesa. Tapetes, tinajas, fotografías. Hay un café donde la gente se congrega por la tarde. Después de las siete, los jóvenes recorren las calles en motos o bicicletas. Se dicen saludos, se toman de las manos y se sientan en los parques. En la noche, la luz de las farolas proyecta sombras en los muros. Uno camina por las calles más angostas y se siente derrepente acompñado. No he visto gatos. Algunos perros. Muchas aves. La comida es buena, sobre todo los caldos.