miércoles, 26 de marzo de 2008

Sastrecillo Valiente

Nagg: Escúchala otra vez. (Voz de narrador.) Un inglés… (pone cara de inglés, recobra su expresión habitual) que necesitaba urgentemente un pantalón a rayas para las fiestas de Año Nuevo va a un sastre, éste le toma las medidas. (Voz de Sastre.) “Listo. Vuelva dentro de cuatro días, estará terminado.” Bien. Cuatro días después. (Voz del sastre.) “Sorry, vuelva dentro de ocho días, los fondillos me salieron mal.” Bien, resulta difícil hacer bien los fondillos. Ocho días después. (Voz del sastre.) “Estoy desolado, desgracié las entrepiernas.” Bien, de acuerdo, las entrepiernas, es un trabajo delicado. Diez días después. (Voz del sastre.) “Lo lamento, vuelva dentro de quince días, estropeé la bragueta.” Bien, la verdad es que hacer una buena bragueta es un trabajo muy comprometido. (Pausa. Voz normal.) La cuento mal. (Pausa. Apenado.) Cada vez la cuento peor. (Pausa. Voz de narrador.) En fin, resumiendo, entre una cosa y otra, llegó Pascua y echó a perder los ojales. (Rostro, voz del cliente.) “¡Goddman Sir, no, realmente eso es indecente! Dios hizo al mundo en seis días, me comprende, en seis días. ¡Sí señor, sí, el MUNDO! ¡Y usted no tiene narices para hacerme un pantalón en tres meses!” (Voz del sastre, escandalizado.) “¡Pero, señor! ¡Señor! Mire (gesto despreciativo, con asco) el mundo… (Pausa.)… y mire… (gesto apasionado, con orgullo) ¡mi PANTALÓN!”

Samuel Beckett, Final de Partida


No fue sino hasta ese momento que comprendí que mi caso se trataba a todas luces de un hecho infame producto no de una conducta inadmisible, sino de una persona que se las daba de muy viva y se movía por el mundo y la historia de una manera anónima, pero que yo conocía a la perfección. Cerré el libro y lo dejé reposar sobre la rueda sin pedal, inmóvil, sobre la mesa. Advertí, al reparar en la comodidad con que se acomodaba en el metal cromado, que algo debía hacerse con urgencia. Me di cuenta, al verlo buscar su reflejo en la superficie del metal, que si yo no era su verdugo, nadie lo sería; que si la forma de liberarnos de él no era ejemplar y no se llevaba a cabo en el menor tiempo posible, nadie lo notaría tampoco. Me acosté sobre la cama cubierta con el edredón, su crimen de puntadas, marcas y remates. Era imposible dormir así: había sido manufacturado por el remedo de una máquina, o algo peor. Me entregué al sueño con la esperanza de poder establecer conclusiones durante la noche, conclusiones nada personales. Y así fue.

Me desperté temprano. Ni siquiera tuve tiempo de tomar los lentes de la mesilla de noche. Un impulso oscuro, similar al de un resorte cuando se dispara, me arrojó fuera de la cama y me abandoné en él, me lancé sobre la cómoda con el salto de la fiera, me dejé hacer, tomé del cajón el revolver que Sara había olvidado en una de sus bolsas pequeñas y que yo encontrara, tiempo después del final de su partida, refundida en un agujero en el interior del ropero. Muy a mi pesar, me vestí la ropa. Guardé el arma en el bolsillo de la maldita chaqueta hecha a medida y recién estrenada. Salí al corredor. Los perros ladraban. Al inclinarme para cerrar con llave la verja de la entrada, noté que mi zapato derecho había perdido uno de los círculos metálicos que cubren el orificio por donde pasa la agujeta. Caminé a prisa hasta cruzar la avenida. Compré en la exlavandería un jugo de zanahoria que sabía a cóctel de frutas. Alguien tenía que decirles a los empleados que usar el mismo Moulinex para extraer el jugo de toda clase de frutas, una tras otra y sin una limpieza intermedia de las piezas del aparato, modificaba sensiblemente el sabor de los jugos. Sin embargo, esa no era mi guerra y continúe mi largo camino. Llegué a la esquina de la mueblería. Habían olvidado retirar las cadenas del estacionamiento y obstruían el paso. Seguí por la calle sin prestar demasiada atención. Había que continuar y no detenerse, cobrar todas las deudas, todas las faltas cometidas hacia todos, en todo lugar, acaba con cualquiera que se dedique al oficio. Corrí para poder llegar. Después de dos o tres cuadras, con el jugo agitándose todavía en el estómago, me detuve frente al umbral. Desde la sombra del árbol (eran las 11 y el sol estaba alto) podía ver sus manos ocupadas en el ritual de movimientos mecánicos. Él era un simple peón, un emisario envigotado cargado con excusas. Mi misión era confirmar su condición: hacer de él un verdadero emisario, digno de los antiguos reyes paganos, un emisario que porta un mensaje nada despreciable, sellado con la cera de la muerte. Me adelanté un poco para observar si había alguien más en la habitación porque la oscuridad de la pieza impedía una visión precisa. Advirtió mi presencia sin sorpresa. Estaba a punto de esbozar esa sonrisa irritante que siempre lo caracterizó en la colonia, ese gesto que era lo único que lo había hecho distinto de los demás sastres del lugar, porque la calidad del trabajo era siempre la misma en todos, deficiente, y el precio y la forma de pago, caro y por adelantado, eran un acuerdo del gremio, estaba a punto de burlar la justicia, de exhibir una vez más a diestra y siniestra su falsa inocencia, cuando el impulso del resorte me hizo descargar el arma sobre su cuerpo.

Yacía arrojado sobre la mesa de madera como quien duerme la siesta. Yo siempre lo supe y se lo dije en varias ocasiones: moriría sobre esa mesa, con las tijeras en la mano, con los pies calzados con sus botas incómodas pero elegantes oprimiendo el pedal de la misma máquina vieja. Su sangré luminosa como de cuento manchaba una tela que tenía la caída perfecta para un pantalón. La cara era la misma que en el sueño, sólo que en aquél se me presentaba diciendo, con sonrisa y todo, que él también era hijo de Pedro Páramo y su destino, y me confesaba que se había hecho adepto a las tijeras y a la regla, medio de expiación de sus pecados, porque había asesinado en su juventud, él sí, a siete de un golpe. Le cerré los ojos con seis alfileres tomados de su pelota de tela, no fuera que despertará y me viera partir dejando sobre el estante de entregas mi pantalón de cuadritos, a medio terminar.

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