miércoles, 11 de junio de 2008

Nuevo Ixcatlán o el planteamiento del problema

El primer grupo se atendió por las mañanas. Las sesiones en el interior del vehículo fueron de cuatro horas. Una hora antes y una hora después de que los participantes abordaran al autobús eran los tiempos programados para realizar las actividades de lengua en el exterior de la unidad. Inmediatamente sugerí utilizar el acervo. Nada maravilloso en su selección, pero algo podía hacerse. El primer día propuse realizar una actividad de integración (sí, claro…) alegando que se trataba de un grupo muy disperso, donde nadie se conocía, y que eso impediría el buen desarrollo de las sesiones durante el curso. Se los seguí diciendo y al final accedieron. Desde luego se integraron, pero no fue para eso quería aplicar la actividad (para integrar no hay nada mejor que un desayuno), me interesaba sobre todo ver la capacidad de los participantes para abrirse al otro a través de los libros, me explicaré.
La actividad consistió en mostrar a los participantes una cantidad importante de libros para que eligieran uno y con él se presentaran a los demás. Me hubiera gustado poner los libros en el suelo. El efecto que ese solo hecho hubiera producido, habría sido más significativo que los ocasionados por una larga charla sobre la necesidad de sacar del rincón los Libros de rincón… Pero no fue así. No me lo permitieron. Hice una selección que acomodé sobre una mesa de manera que todos las portadas fueran visibles. Poco a poco los participantes rodearon la mesa y fueron eligiendo su libro, algunos sin darle mucha importancia a su elección (esta acción, para la que debería haber una sola palabra, es sintomática, y no sólo de la actividad, sino de la vida cotidiana de algunas personas). Muchos de ellos los hojearon, algunos más revisaron los datos de la edición y otros simplemente los colocaron sobre sus piernas y se cruzaron de brazos. Supuse que estaban listos y lancé la invitación para que alguno comenzara. Hubo un minuto o dos de silencio. Se veían los unos a los otros, como retándose. Una maestra pequeña y menuda, de manos grandes, se levantó y comenzó algo así como uno de esos discursos que dan los padres en los quince años de sus hijas. No se sabía bien qué era eso que la mujer decía. Mezclaba frases y temas como si de arroz con leche se tratara. Dejó de hablar, todos en silencio, sin verla, ni ella misma se prestaba atención, arrojó el libro sobre la mesa y se sentó. Un señor robusto y tosco se puso de pie, mostró su libro a los demás, Los mares del sur, y comenzó su clase sobre la importancia de cuidar el agua. Una sarta de verdades de Perogrullo aderezada con frases solemnes y una que otra picardía. No pude soportarlo y lo interrumpí (todos parecieron agradecérmelo). Sin darles siquiera tiempo de cambiar de postura, les dije, claramente y sin rodeos, que en ningún momento se les había pedido dar una clase sobre ningún tema, que no estábamos en un salón sino en la vía pública y que la instrucción había sido muy sencilla: “tome un libro y preséntese con él”. Les pedí que, si alguno no había entendido o tenía alguna duda, preguntaran. Nadie decía nada. Un muchacho, el más joven del grupo, se levantó y comenzó su participación. Había elegido un libro infantil que tenía unas gallinas en la portada. Dijo que lo había tomado porque le gustaba mucho el caldo de gallina. Todos se rieron. Al fin alguien había entendido. Le pregunté cómo le gustaba el caldo de gallina y nos hizo una descripción detallada de los ingredientes y el procedimiento para prepararlo. Creo que a todos, en ese momento, nos dio hambre. Lo invité a sentarse (había continuado de pie durante las risas y la explicación) y le agradecí sus palabras. El resto fue muy similar. Algunos continuaron dando clases, otros hablaron de su comunidad (un rasgo característico, el ser comunitario de los indígenas, en donde la comunidad es lo más importante) y unos cuantos más, los menos, hablaban de sí mismos ayudados por preguntas que yo les hacía. Cuando ya todos habían participado, tomé un libro y me presenté. Elegí El barón rampante de Italo Calvino. Les dije que yo era como un barón rampante que gustaba de andar de lugar en lugar como si de árboles se tratara, que mi vida era el resultado de ejercer y ejercitar la voluntad, con libertad, y que esa era la razón de que estuviera ahí con ellos… y que sí, por supuesto, el color de la portada me gustaba mucho.
Para finalizar les pregunté qué les había parecido la actividad. Al principio nadie quería hablar y el que lo hacía era para dar una clase sobre la importancia de acercar a los niños a la lectura. Volví a interrumpirlos. Aquí no se ha hablado de niños y lectura, les dije, quiero que me digan, ustedes, qué pasó aquí. Silencio. La maestra pequeña se levantó y empezó un segundo discurso de quince años, esta vez casi en voz baja, que cerró diciendo, con más volumen en su voz (sólo le faltaba la copa en la mano), que los libros no eran para eso, que eran para leerse. Hubo más comentarios, ninguno más valioso, pero aquí me detengo.

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