jueves, 14 de febrero de 2008

Los dos mares

Leyendo Son Vacas, somos puercos recordé que hace tiempo me había interesado escribir un texto, cuento o algo parecido, retomando las imágenes de mar y piratas. Jamás pasé de las primeras líneas y el interés se perdió en algún lugar de los dos mares. De Los dos mares, el único fragmento que se me quedó grabado en la arena:

Atribuir la impresión que me envolvía, tan imprevista como un rayo de sol que viajando encuentra un pedazo de cristal en quien volcar su fuerza, al sonido de la música, que provocaba en mí el efecto del cristal al recibir la luz, o al susurro del agua que corría sobre los guijarros del suelo alisando sus cuerpos con la delicadeza y perfección del escultor de Caprese, sea por ignorancia u obcecación, me fue imposible. Lo cierto es que ahí estaba, desenfadada y libre, la sensación que acompaña las almas que parten, adentrándose en las azulidades de la mente, en busca de los ensueños que nunca abandonan del todo la mal llamada realidad.
El sobresalto que se produce inmediatamente después de una sensación de ausencia involuntaria fijó, primero mi mirada y después mi pensamiento, en el cielo hendido de nubes perladas. Y como si aquella imagen poseyera el poder de revelar los secretos de la mente humana, destacando al instante la respuesta de entre todas las opciones, me reveló la verdad. Había sido el instante mismo: el murmullo del agua que corría sobre el camino; la naturaleza azulina del mar que avanzaba sobre la arena; el frufrú de las velas en las astas; el suave golpeteo de la veleta en el tejado; las nubes atrapadas bajo el agua; el cielo nadando al horizonte...
Súbitamente me invadió la sensación que se produce en quien pisa tierra firme después de andar varios años sin rumbo ni destino por el mar. Suerte que el viaje en esta dimensión sea tan distinto que uno puede volver completamente seco de él.

Pasé la noche en una taberna del muelle. Un lugar frecuentado por balleneros y piratas, y las historias más fascinantes que uno puede escuchar en tierra firme. Mi primera impresión coincidió con lo imaginado: un lugar abrumadoramente sucio, de mala muerte. El olor a pescado lo golpeaba a uno en pleno rostro semejante al manotazo que suele dar un marinero cuando se insulta a su capitán, pues su madre, en caso de conocerla, les importa menos que el aseo personal. La duela, si es que aún quedaba algo de ella, estaba cubierta de una gruesa capa de grasa, sal, arena, y Dios sabe que más, y despedía un olor similar al del marinero más aseado en toda la dársena. Las mesas perecían estar hechas de la madera que el mar arroja a la playa en las tempestades, como si el vaivén mismo las hubiese formado y arrojado completamente terminadas a la orilla. El techo era de palma tan vieja como el mar. Las sillas: troncos trozados (pues “cortados” supone un procedimiento más minucioso).
Me acomodé en una mesa hecha con los restos de una embarcación llamada “La buena suerte” (en una esquina podía leerse dicho nombre, lo que confirmó, en parte, mi sospecha acerca de la procedencia de la madera), cerca de un brecha en la pared, alejado de esos extraños seres que profesaban un ferviente gusto por los tatuajes toscos y mal hechos. Nada tenía yo similar a esos torpes marineros, y parecían notarlo también, pues dirigían al rincón en donde me encontraba miradas llenas de un sentimiento que sólo ellos conocían.
Llamó mi atención un viejo que fumaba en una mesa retirada. Cubría su cabeza un sombrero de palma que parecía “un techo de taberna de mala muerte” en miniatura. Era imposible ver con detalle a través de la media luz de las velas, del olor que se hacía visible en la forma de un vapor verdusco y se elevaba casi un metro sobre el suelo. Seguramente cicatrices, como las líneas negras de un mapa que resguarda la ruta a alguna isla llena de tesoros, surcaban la piel de su rostro. Su aspecto no era el más llamativo ni el menor, pero había algo diferente en ese viejo que fumaba sin parar, como una concha demasiado brillante centellando bajo el agua.
La puerta se abrió con estrépito dejando pasar a un muchacho que fue recibido con insultos y resoplidos por parte de todos los presentes con excepción de mí, el viejo y un par de marinos que yacían inconscientes sobre la supuesta duela. Llevaba asido a la cintura un sombrero idéntico al del viejo. Escrutó en la penumbra como quien busca desde el mar la tierra en el horizonte. El viejo se levantó. Tocó su cabeza cubierta. Se dirigió a una mesa más apartada. El joven lo siguió.
Uno a uno fueron desplomándose, sobre el suelo, las mesas, la barra, uno sobre otro, los marinos víctimas del alcohol. El lugar adoptó, rápidamente, el aspecto de un cementerio. Una ráfaga de viento hizo oscilar las llamas que chispeaban sobre las mesas, algunas se extinguieron en breves exhalaciones de bruma que se propagaron arremolinándose. Apoyé los codos, la cabeza entre ellos, sobre la mesa, dispuesto a dormir.
Me encontraba aún debatiendo entre la vigilia y el sueño cuando un murmullo de voces exigió mi atención. Me incorporé levemente, todavía sentado a la mesa, para escuchar en posición más favorable. Las voces venían de un rincón sumido en la penumbra. Una voz ceceante decía: “es absurdo”, "tan pronto”. Una segunda voz dijo: “oro”. No podía escuchar con claridad la conversación, escasamente alguna palabra. “Oro”, repitió la segunda voz.

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