jueves, 8 de mayo de 2008

Comprobación de las emociones

Había ocasiones en que Laura tenía intensas sensaciones a distancia, instantes luminosos que le revelaban alguna noticia sobre Josué. Cuando le pasaba, casi nunca en realidad, ella sabía que nada podía hacerse. Así que cenaba algo ligero (todo comenzaba en una noche) y se acostaba a dormir temprano.
Al otro día, muy temprano por la mañana, salía a correr. Regresaba a casa empapada y tomaba un baño de agua fría. En esos días cuidaba especialmente su aspecto físico, la limpieza de la ropa e incluso de sus zapatos. A las 9 esperaba en la parada el autobús para hacerse a la avenida. Entraba más que puntual en la oficina y saludaba a todos poniendo atención y cuidado en los detallas. Trabajaba sin parar hasta las tres. Salía a comer con toda la tropa y se lucía haciendo comentarios inteligentes sobre política de las pasiones y cuidado del cabello. A las seis, o más temprano, continuaba su trabajo esta vez con más diligencia. Cuando se levantaba para llenar su taza de café (sólo se lo permitía una o dos veces en esos días), preguntaba a los demás y hacía favores. Regresaba de esos trayectos muy cargada pero nunca con retraso. No iba al baño en todo el día. Casi en la noche, todavía con ánimos, regresaba a su casa y preparaba exquisitos platillos de una facilidad inusitada. Terminada la cena, se aplicaba en la labor de la limpieza como si de vida o muerte se tratara. Barría como una desquiciada moviendo los muebles de la sala y la habitación. Con el trapeador se movía con la destreza de una jugadora de hokie. Dejaba la cocina reluciente, como nueva; los trastes, rechinando de limpios. Se retiraba a su habitación, organizaba su agenda, leía un poco, veía alguna película interesante, volvía a leer algunas páginas, escribía y disponía todo lo necesario para acostarse temprano. Terminadas las labores reglamentarias de aseo personal, apagaba las luces y cerraba ventanas y cortinas. Se recostaba en la cama, boca arriba, con la cabeza hacia el norte cómodamente colocada sobre la almohada. Cerraba los ojos, modulaba la respiración y se relajaba esperando que no volviera. Pero a veces volvía, de manera espontánea y asilada, con más fuerza, más profunda, más intensa y más clara. Entonces sabía que nada podía hacerse porque todo era verdad. Y se dormía triste y cansada de haber tenido un día perfecto pero en vano. A la mañana siguiente se levantaba más cansada y desvelada que nunca. Se le hacía tarde para todo. Imposible ir a correr ya porque lo único que correría sería el riesgo de contraer cáncer en la piel. Además, tendría que pre-desayunar en algún lugar cercano a la oficina (inusualmente, tenía mucha hambre tan temprano), y eso si y sólo si lograba tomar un autobús a buena hora. No pasaba. Llegaba con veinte minutos de retraso a la oficina y muriéndose de hambre. El día era gris, y más oscura sería su descripción... A eso de las dos o tres o cuatro o cinco de la tarde (en realidad siempre llamaba a la hora que quería), sonaba el teléfono. Naturalmente era Josué haciendo gala de su discurso cortado: que no sabía, que no podía, que tenía que, que sí quería pero, etc. Entonces se lo decía todo. Hablaba fuerte y claro, con calma, sólo de ella. Él, habituado como estaba a las formas del mundo, se limitaba a calificarla de celosa y desconfiada y daba por terminado el asunto.

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